Santiago Ríos
EXPOSICIÓN EN LA SALA DE LA AGRUPACIÓN ARTÍSTICA ARAGONESA (del 27 de febrero al 14 de marzo de 2014) SANTIAGO RIOS "VIVIENDO LA MÚSICA" |
En esta exposición presenté 57 cuadros relacionados con la música clásica, jazz, flamenco o con la música étnica africana. La mayoría de ellos están hechos en directo, en algunos casos, sobre el programa del concierto. Algunos de los cuadros de mayor formato fueron hechos en mi Estudio con diferentes técnicas: acuarela, acrílico u óleo. Edité un CATÁLOGO con la reproducción de alguno de los cuadro expuestos y con texto de Antón Castro. El Heraldo de Aragón se hizo eco de la efemérides publicando un artículo del mismo periodista el día de la inauguración. Mi agradecimiento al coro de cámara Modus Novus, al que pertenezco, que actuó en la inauguración de la Exposición con un par de canciones.
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Con Jesús Blasco que me ayudó a montar la exposición junto con Angel Pellicer |
Modus Novus actuando en la inauguración
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EL PINTOR DE CONCIERTOS
Antón CASTRO Santiago Ríos (Zaragoza, 1943) es un pintor de la naturaleza y de la música. En realidad, quizá sea algo semejante: la naturaleza tiene música y la música tiene paisaje, melodía, ritmo, el latido del viento y el laberinto del silencio. Santiago se acomoda muy bien a cualquier formato o técnica. Si se repasa su trayectoria, se percibe de inmediato que se siente cómodo con el óleo, con el acrílico, con la acuarela o con los lápices, la tinta y rotuladores. Dicho esto, conviene insistir en algo muy particular: la música le encanta. Desde hace muchos años. Desde siempre tal vez. No sé si tiene algo que ver su profesión de ingeniero de minas. O más bien con su segundo oficio, y su pasión desde hace mucho tiempo: la pintura. El taller. Los pintores son buenos oyentes de la radio, de las noticias y, sobre todo, de las canciones. Además, Santiago Ríos asiste con toda la frecuencia que puede a los conciertos: conciertos de música clásica, a los de orquestas, a los de grupos de cámara o a los dos solistas, y posee un buen conocimiento de los elencos y de los compositores clásicos y modernos. Asiste a los conciertos y lo hace de una manera especial: con sus lápices, con sus acuarelas, con la emoción encendida, con la percepción abierta a cualquier sugerencia, ademán o movimiento. No es un melómano inocente: al contrario, es un oyente estremecido, o que se estremece casi de inmediato, atento, entusiasta. Apasionado. Y así, de esa atención y de esa emoción, nacen muchos de sus cuadros. Suele utilizar los programas (del Auditorio, de la Sociedad Filarmónica, que son sus favoritos tal vez por la profusión de blancos, de otras salas) y a medida que discurre el concierto, a medida que los instrumentos dialogan entre sí, él atrapa el espíritu de la música y los modos de los instrumentistas o de los vocalistas. Y también, cómo no, la agitación de manos y de ánimo del director de orquesta. A un hombre como él, tan viajado y tan curioso, le interesan muchas más cosas: el jazz, sin duda, esa música que va de África a América (todas las Américas: la del norte, la caribeña, la andina...) y que llega con inusitada fuerza a Europa en la segunda década del siglo XX, por
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Francia y luego por España. Y también le gusta mucho el flamenco: sus rituales, el duende, los sonidos negros, la energía tumultuosa de las voces, desde Mairena, El Cabrero, Camarón o Morente hasta los penúltimos intérpretes Carmen Linares, Miguel Poveda o Mayte Martín, por poner algunos nombres. Esta exposición es un nuevo homenaje a la música. Algo que ya había hecho, al menos, en 2006. Algo que hace casi a diario, desde el Auditorio o en cualquier otro escenario. En esta muestra, llena de sensibilidad y de aventura plástica, están esos dibujos (a plumilla, a carbón o a rotulador) que lo dicen casi todo: atrapan la música al vuelo. Atrapan la puesta en escena, el orden de la orquesta, el ruido y la furia de una sinfonía. Atrapan un ambiente de ritual. Aquí hay colectivos orquestales o la silueta de una dama del violín como la joven Alma Olite, pongamos por caso. Y están también los ecos del jazz: los grupos, los violencellos, el rugido de los vientos, el trallazo de los pianos, las voces oscuras que iluminan el mundo de desgarro e intensidad. Pero no solo eso: también están los cantaores, el acorde de las guitarras, que nadie puede callar. El conjunto de la obra prueba muchas cosas: la ilusión gigantesca de Santiago Ríos. El corazón musical de sus trazos. La pulsión, la soltura, la libertad creativa, el placer de pintar. La intuición de agarrar en pleno vuelo los sones inefables, la abstracción de las notas. Y prueba su versatilidad: a veces parece citarse con Antonio Saura y sus tonos estilizados del negro como aves esparcidas de tinta, o con Paul Klee, con el dibujante libérrimo Federico García Lorca, tan dado a la fantasía y al gesto onírico. O con George Roualt, especialmente en esas acuarelas llenas de color y temblor: color trabajado y depurado, color expandido y suelto como una rosa intemporal. Santiago Ríos tiene un don. Y perspicacia. Y paciencia. Cuando sale del concierto ya casi ha hecho su faena. Ha devuelto en un trazo de pura síntesis visual la mejor imagen de la bella Eliane Elías o esa forma de arañar la guitarra de Pat Metheny. Luego, en su estudio (o en el Estudio Goya que frecuenta desde hace dos décadas), culmina su cuadro o su lámina: le confiere matices, la redondea, la ciñe a su quimera y la culmina como pretende hacerlo: la pintura es un ideal, una cifra del pentagrama, la energía de un carisma y de un modo de interpretación. La abstracción y la figuración se entreveran en Santiago Ríos como se entreveran el corazón de madera del violín y el corazón de metal del piano. |
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