Santiago Ríos

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EXPOSICIÓN EN LA CÁMARA DE COMERCIO E INDUSTRIA DE ZARAGOZA (1 a 28 de febrero de 2005)

En esta exposición presenté 24 cuadros de montaña del Pirineo de los que aproximadamente la mitad fueron acrílicos y la otra mitad acuarelas. Se editó un catálogo con trece reproducciones a color y un texto de Rafael Ordoñez “Paisajes del Alma en la Pintura de Santiago Ríos” que reproduzco al final de los cuadros que pueden verse en esta página. El Heraldo de Aragón publicó varias reseñas y una contraportada en la edición del día de la inauguración, con una entrevista que me hizo Luis García Bandrés, que también se pueden leer en esta página.









Reseña aparecida en el Heraldo de Aragón el 31 de enero de 2005










Reseña aparecida en el Herado de Aragón del 1 de febrero de 2005










Barranco de Sabocos en Primavera2004 (acrílico, 38 x 50 cm)










Otoño en Panticosa, 1-11-2004 (acrílico, 54 x 73 cm)










Fondo del Valle de Pineta, invierno 2004 (acuarela 36 x 51 cm)










Argualas amaneciendo, verano 2004 (acuarela, 57 x77 cm)










Telera, verano 2004, (acrílico 61 x 85 cm)










Tendeñera desde Escarrilla, verano 2003 (acrílico, 61 x 85 m)










Argualas desde torrente Brazato, verano 2004, (acuarela 50 x 70 cm)










Contraportada Heraldo de Aragón 1 de febrero de 2005





PAISAJES DEL ALMA EN LA PINTURA DE SANTIAGO RÍOS


El primer sentimiento de asombro estremecido ante la magnificencia misteriosa de las grandes montuosidades pétreas (que parecen absortas en el fondo insondable de un tiempo mineral y suspendido, pero siguen viviendo la lenta progresión de los ciclos geológicos) y la severa dignidad vegetal de sus pieles adustas en constante batalla con el aire y el agua, y el dominio boscoso exultante profundo de laderas umbrías o transidas de sol o anegadas de nieve, y el jugoso verdor de los cultivos, las frescas arboledas pautando el horizonte, los arbustos varados a la vera de veredas vacías que atraviesan sin pausa los linderos inciertos de valles y planicies, y los lentos arroyos indecisos y el tumulto rotundo musical espumoso del río cuyas orillas alimentan el límite frugal de la memoria, toda esa incontenible sucesión de miradas, sensaciones, aromas, recuerdos, pensamientos están recuperados para siempre, respiran y palpitan con pasión renovada entusiasta serena, ya que se reconocen por su naturaleza más auténtica y viva, en todos los paisajes que rememora sueña imagina y disfruta Santiago.


Mientras los pinta, va descubriendo y experimenta la condición voluble de la luz, cuya misteriosa persistencia a lo largo de los amaneceres infinitos, que apenas se vislumbran en el limes difuso de cualquier horizonte cuando son invadidos con furia inesperada por un sol que ha de darle color y dimensiones a valles y cañadas, repechos y colinas, caminos y bancales, prados, gargantas, cumbres, y atravesando el cálido fragor del mediodía (prisionero a su tiempo del hálito aterido del invierno, mientras la sombra tiembla y se adelgaza y ensaya garabatos en la nieve), y prestando dulzura consistencia volumen a la memoria lenta y al fulgor discursivo y a todos los rumores pálidos de la tarde que recoge y conserva las músicas, el aire, las formas, el silencio, los recuerdos, el sueño y el pálpito del mundo para garantizar que, a través de la noche, todo llegará intacto al nuevo día y podremos gozar su color desmedido.


Ese color primero y casi virginal que surge de las mismas entrañas de la tierra y fiel a sus orígenes va dotando de vida y atributos a cuanto en ella existe, de modo que los ocres, las tierras y los verdes pululan por el campo fértil y ensimismado, y en las montañas viven los grises y amarillos, pero también los verdes, los sienas, los azules y una gama infinita de blancos y violetas recordando el aroma de las viejas canciones que alentaron los fuegos de tanta travesía, y los rojos señalan la presencia de frutos y disputan al cadmio las hojas del otoño, verdiazulado a veces en álamos enhiestos y frondosos arbustos de olor inolvidable, y grisáceo y fluido como suelen las aguas que corren presurosas o meditan despacio en revueltas y pozas donde toda la infancia se baña sin descanso antes de que los humos de hogueras invernizas se diluyan despacio entre los esqueletos vegetales o asciendan hacia un cielo impregnado de azules rotundos e imposibles, salvo en el sentimiento volátil de los sueños, y transidos a veces de nubes multiformes que Santiago dispone blancuzcas y ligeras como un amable intruso en el fulgor del alma.


Porque en estos paisajes solitarios y llenos de rumores y vida en movimiento, donde todo sucede con absoluta calma y la naturaleza se muestra imperturbable en ausencia del hombre (que acaba de salir del escenario pero sigue actuando con plena inmunidad en su delirio), las visiones de valles profundos y encantados –de verde lujurioso alrededor del río y sendas intrincadas sin destino preciso y cielos que restallan de azul ultramarino– y acaso melancólicos en tardes inundadas de verano y hastío, las praderas repletas de tenaces gramíneas y enjoyadas a veces con rutilantes flores gozosas de rocío, las crestas montañosas donde la nieve reina y pequeñas colonias de valientes coníferas mantienen la ilusión perenne de estar vivo, los campos de labor demasiado lejanos y expuestos al rigor silente del olvido, la luz intransitiva que cruza sin descanso todos los horizontes presagiando el ocaso, los colores del aire oculto y presentido por frondas y ribazos, y al fin todos los modos de mirar y pintar la existencia latente no son sino reflejos y representaciones de los viejos recuerdos y la experiencia nueva y de los sentimientos y de las emociones con que Santiago Ríos contempla y reconoce, siente, rescata y vive esa breve porción inmensa y familiar de la naturaleza que a la postre conforma lo que ya sólo son paisajes de su alma.


Rafael ORDOÑEZ FERNÁNDEZ




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